Raimundo Saporta: la revolución del baloncesto
La historia del baloncesto, su desarrollo, progreso y crecimiento, no se entendería en Europa sin la enorme figura de Raimundo Saporta. Educado e inteligente, con un don para las relaciones públicas impagable, fue el gran responsable no solo de elevar la sección de baloncesto del Real Madrid a cotas inimaginables, sino también la de este deporte en todo el Viejo Continente.
Mano derecha de Santiago Bernabéu desde 1961, formó parte de la junta directiva del club durante 25 años, 15 de ellos como vicepresidente. La sección de baloncesto era su ojito derecho: bajo su ala llegó Pedro Ferrándiz y la gloria de las décadas de los cincuenta, sesenta y setenta: más de 20 Ligas, 18 Copas y 6 Copas de Europa. Y jugadores extraordinarios como Emiliano, Clifford Luyk, Lolo Sáinz, Wayne Brabender, Walter Szczerbiak, Miles Aiken, Rafael Rullán, Juan Antonio Corbalán (estuvo, además, involucrado en los fichajes de Di Stefano y de Kopa)… Un suma y sigue de figuras que lucharon de tú a tú por el dominio europeo contra el ogro soviético, que cayó en más de una ocasión ante la maquinaria engrasada por Saporta.
Pero antes de la grandeza, los inicios. Duros. Trágicos en ocasiones. De padres sefarditas, el gran directivo nació en 1926 en Constantinopla, la actual Estambul (Turquía), para migrar con tres años a París por la gran crisis económica que barrió el mundo en 1929. Creció en una Europa en tensión, bajó la amenaza de un fascismo que avanzó por el continente a hierro y fuego hasta alcanzar las puertas de la Ciudad de la Luz en 1940. La sangre judía que corría por las venas de la familia empujó a los Saporta a trasladarse a España en 1941. Lo hicieron como españoles gracias al decreto de 1924 de Primo de Rivera, que daba la nacionalidad a los descendientes de todos aquellos hebreos expulsados por los Reyes Católicos en 1492. El infortunio no paró con la forzosa mudanza: su padre murió atropellado por un tranvía a los pocos meses de llegar a Madrid.
Viajes, sufrimiento, tristeza y, por fin, la paz. Y el amor. Hacia su mujer, Arlette Politi Treves, y hacia el baloncesto. El primero, de toda la vida, pues ambos se conocieron en París; el segundo, desde la adolescencia, cuando en el Liceo Francés, donde cursó sus estudios, comenzó a organizar unos primeros torneos que llamaron la atención del coronel Jesús Querejeta Pavón, presidente de la FEB, que le introdujo en la Federación en 1947 cuando ya había cumplido los 21 años (lo intentó antes, pero carecía de la mayoría de edad) como tesorero. Su ascenso como vicepresidente fue casi inmediato. Estuvo ligado a la ella durante más de 40 años y fue el principal responsable para la organización en España del Eurobasket de 1973.
Con un dominio excelso del francés y bastante bueno del inglés, y con la capacidad de saludar hasta en 40 idiomas más, Saporta se convirtió en un pilar básico para cualquier reunión a alto nivel. Una cualidad de la que se aprovechó Bernabéu. La Copa de Europa de fútbol (1956) tuvo su sello al igual que la de baloncesto (1958). También la competición española con solo seis equipos (o el prestigioso torneo de Navidad que trajo buenos beneficios al club y enormes equipos a Madrid). Todas partían de la misma base: enfrentamientos entre equipos por proximidad geográfica para abaratar costes. Y tenían, en el caso español, una barrera en el conocido como el Telón de Acero.
El régimen franquista impedía viajar al otro lado del muro para medirse con los equipos de los países del Pacto de Varsovia. Saporta luchó contra ello. Le costó. Hasta 1963. Ese año, el Madrid jugó en Moscú tras convencer a Fernando Castiella, ministro de Exterior de la época, que se podía ganar al enemigo ideológico. En esa ocasión, el Real cayó. Una derrota que fue vengada dos años después cuando los blancos levantaron su segunda Copa de Europa. Fue el primer club de Europa occidental que arrebató el cetro continental al oriente comunista que había enlazado seis trofeos desde 1958.
No fue el único lío que solventó con el Régimen. Intercedió con Gregorio López-Bravo, ministro de Exteriores, cuando Bernabéu se quitó la insignia de oro y brillantes del club para honrar en 1973 Tel Aviv al general Moshe Dayan, héroe de la Guerra de los Seis Días, en una época en la que el franquismo no había reconocido a Israel y era claramente pro-Árabe. Y tuvo que tirar de caviar y de una libro de Dolores Ibarruri (“El único camino”) para calmar a Franco cuando viajó a Moscú a principios de la década de los 60 para entregar el trofeo continental como miembro ejecutivo de la FIBA. Y de mucha diplomacia para explicar la visita a don Juan de Borbón cuando el Madrid de fútbol fue a Ginebra para enfrentarse con el Servette en 1955.
Diplomacia y estilo de un adelantado a su tiempo que hasta su muerte en 1997 por un problema renal estuvo ligado al deporte y que ahora eleva su nombre al panteón del baloncesto español con su entrada en el Hall of Fame.