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Míchel, orgullo de Vallecas

Se me dan muy mal las alturas, por eso voy a intentar ser cercano a vosotros”, arrancaba Míchel su pregón, dejando su esencia en la primera línea y temblando, como delataba el movimiento de esas hojas manuscritas. Apenas dos kilómetros le separaban del lugar donde comenzó su historia. La que labraron sus abuelos. “Eran de Murcia, pero se vinieron a Vallecas. Tuvieron huertas y, en la posguerra, dieron de comer al barrio. Los querían mucho porque cuando no había qué comer, mi abuelo fiaba a la gente”, cuenta Gema Sánchez, la hermana de Míchel. Antes que ella nació José Luis y después llegaron Javi y Miguel. Porque para ellos siempre ha sido y será Miguel. Sus padres, Benjamín y Candelas, tenían una frutería. “Se iban por la mañana y volvían por la noche. A nosotros nos crio mi abuela María”, prosigue emocionada, mientras señala la Fuente de la Asamblea. “¡Qué felices éramos! Estábamos todo el día en la calle”. Ahí están sus raíces. “Nací en la calle Monte Oiz, en esas casitas bajas que todo el mundo llamaba chabolas, pero nosotros llamábamos hogar”, las definió Míchel.

El benjamín de la familia Sánchez Muñoz ya estaba pegado al balón desde niño. Jugaba en la calle y en el patio del Raimundo Lulio, su cole, a cinco minutos de su casa. Allí iban los tres hermanos varones; mientras que Gema estudiaba con su prima Ana en las Ursulinas. Míchel entró en preescolar y, con 6 años, conoció a Raúl López Lobo. “Éramos del B, la clase íntegra de chicos. En el recreo siempre elegían a Miguel el primero para los equipos (risas). Daba igual a lo que jugaras. Las cosas que hacía ya de niño no eran normales”, afirma uno de sus amigos de toda la vida, que también militó en el Rayo, aunque no llegaron a coincidir. Su infancia no se entendería sin el fútbol. Su vida, tampoco. “A Miguel le recuerdo siempre jugando. Se ponía con mi otro hermano Javi en la calle y, cuando no se rompían la ceja, se rompían el brazo, el pie… Terminaban siempre escayolados”, ríe Gema, que vivió algún que otro susto: “Un día estaban corriendo en casa. Javi cerró la puerta y Miguel se estampó. Estábamos solos, empezó a sangrar, le envolví en una toalla y salimos al portal a por ayuda. No sé la de puntos que le dieron en la rodilla. A mi madre casi la da un infarto cuando llegó. Aún tiene esa cicatriz tan fea”.

De la calle Monte Oiz, la familia se marchó a vivir a Palomeras. “Gracias a que nos dieron una vivienda de protección oficial. Un piso que para nosotros era de lujo. Pasar de vivir en una chabola a un quinto piso hizo que me tirara todo el día subido en el ascensor de arriba a abajo”, desveló Míchel. Su casa era el punto de encuentro. “Era pequeña, pero tú subías y ahí estaban los primos, las novias, el perro… Nos juntábamos para ver el partido del Plus”, explica Raúl, parte también de su día a día en el cole. Cada rincón del Raimundo Lulio recuerda a Míchel. Su camiseta firmada y enmarcada preside el comedor. El salón de actos —lugar donde antaño actuó la compañía de teatro ‘El Gayo Vallecano’ y se conocía en el barrio como “el cine de los curas” por sus proyecciones— se llenó para el homenaje que le brindaron las peñas en su retirada. El patio fue testigo de sus primeras pachangas. Las aulas, de sus primeras lecciones. Y aunque algunos de sus profes, como Pilar Guerra, se han jubilado; otros todavía siguen en activo, como Felisa, Mercedes, Álvaro, Juan… y Pablo Olalla, el de Lengua y Literatura. “Es un orgullo que un alumno tuyo destaque”, asiente este último. Además de Míchel, en la lista de ilustres del centro figuran el cantautor Ismael Serrano, la actriz Claudia Salas, el astrónomo de la NASA Pablo Rodríguez, el campeón español de las batallas de gallos Chuty, el exfutbolista Juan Quero y el segundo de Raúl en el Castilla, Alberto Garrido.

El deporte era el fuerte de Míchel. “Todos se le daban bien, desde el yo-yo al futbolín, era el más rápido en el kilómetro… Y lo demás no es que se le diera mal, es que no le interesaba. Se focalizaba lo que le gustaba y por eso la flauta la desechó (risas). Eso era un dolor de oídos”, bromea Raúl, testigo también de la evolución futbolística de su amigo, con quien compartía demarcación. A los 10 años, empezó en el fútbol sala, más concretamente en El Moyano, equipo donde bautizaron a Miguel como Míchel. “Fue en honor a la Quinta del Buitre. Es más, también había un Butragueño, un Buyo…”, revela Raúl, que estaba en las filas del Rayo cuando Míchel se enfrentó a él en el Trofeo del Carmen: “Era la primera vez que le veía jugar a fútbol once. Le llamaron de la Asociación de Vecinos Los Huertos y nos marcó tres goles. Nuestro entrenador (Mariano Madrid) preguntó quién era aquel chaval”. Le quiso fichar, pero Míchel continuó jugando con sus colegas y no se preocupó de hacer las pruebas que requerían. Perdió aquel tren, aunque no tardaría en volver a pasar. Esta vez, sí se subió. Y todo gracias al buen ojo de Fanti Callejo.

Fanti era central del Rayo y puso a Juan Pedro Navarro, director del fútbol base del club, sobre la pista de ese joven talento. “Me dijo, con ese acento vallecano suyo, que había un chico en el barrio que no veas cómo burla. No le hice mucho caso en un primer momento, pero insistió y le mandé al Tajamar para que le viera nuestro entrenador Carlos Pérez, ‘El Chirla’. Nada más terminar el entrenamiento me llamó. ‘¡Pero qué me has mandado! Es un monstruo, te lo envío ahora mismo a firmar…’. Ya era tarde y lo aplacé para la mañana siguiente. Estaba asustado con que nos lo pudieran quitar, le generó hasta ansiedad”, narra Juanpe, a lo que su primer entrenador en los juveniles, José Luis Martín, ratifica: “Fanti era vecino mío y si te decía que uno era bueno es porque lo era. Los chavales que despuntaban en el barrio tenían la ilusión de jugar en el Rayo. No había escuelas ni nada”. Su calidad no pasaba inadvertida. Y como bien temía ‘El Chirla’, en edad de juvenil, le quisieron Real Madrid y Barça. No sucumbió a los cantos de sirena.

El de José Luis fue uno de los nombres que Míchel destacó en su pregón de las fiestas del Carmen 2018, como una de las personas que más le ayudó y enseñó en su carrera. “Yo le daba mucha caña, le exigía, como si fuera un hijo. ¡Cómo no le voy a querer! Hablé con sus padres e hicimos un trabajo en común. Quería que fuese futbolista y usé todas las herramientas que tuve en mi poder”, cuenta el actual director de la Ciudad Deportiva, que recibió un regalo que todavía conserva como un tesoro. “Míchel me dio la camiseta de la primera vez que le convocaron con las inferiores de la española”, asegura orgulloso, mientras extiende sobre la mesa su primera ficha de profesional con el Rayo (96-97). “¡Sí, es mi letra!”, corrobora Juanpe, antes de apostillar: “Tenía un expediente suyo súper gordo”.

A medida que el fútbol iba ganando enteros en su vida, los estudios se ponían más y más cuesta arriba. “Era aplicado y trataba de gestionar bien el tiempo. Intentábamos que viniera más a clase y facilitarle las cosas para que pudiera examinarse. Le recuerdo disciplinado, sencillo, callado…”, le describe Pablo Olalla. Algo que confirma Álvaro Ovejero, el ahora jefe de estudios y profesor de Educación Física. Él lo conoce bien. Repitió tercero de BUP y coincidió en clase con Míchel. Hacían ciencias mixtas. “Ese año hasta enero o febrero vino al cole normal, después desapareció porque ya entrenaba con el primer equipo. Nuestro tutor era Tomeu, el fraile que casó a Miguel y también a mí. Lo entendía y le ayudaba”, relata su compañero.

El B se disolvió en BUP y Míchel entró en el grupo de Pedro Estellés, otro de sus anclas a la realidad. Se encontraron con 14 años. “Miguel siempre ha sido muy cabal y prudente a la hora de tomar decisiones. Podía haber escogido otras más fáciles, pero decidió terminar la enseñanza obligatoria, sacarse el título de entrenador…”, enumera Pedro. Su sensatez era esa constante brújula que le marcó el buen camino en lo personal y lo profesional, donde avanzaba a pasos agigantados. “Siempre fue un adelantado. En su primer año de juvenil ya entrenaba con el División de Honor del Rayo”, admite Juan Pedro Navarro. “Tenía muchísima calidad. ¿Qué problema había? Los campos de tierra, los charcos… Ahí no se le veía tanto porque imperaba más la fuerza y destacaba quien más fuerte daba a la pelota”, argumenta su míster de entonces. Ya en su segundo año de juvenil, Míchel subió para reforzar el filial de Zambrano y empezó a entrenar con el primer equipo, dirigido por Camacho. “En ese subir y bajar algún compañero suyo se perdió, pero él no. Míchel estaba comprometido y quería ser futbolista. Todo lo que ha conseguido es porque se lo ha currado. Paredes era el preparador físico de Camacho y por las tardes dejaban usar el gimnasio del Parque Sindical a los juveniles que elegíamos. A él lo seleccionábamos porque se le hizo un plan de fortalecimiento. Míchel era el que mejor iba y Camacho, a quien ya le había llamado la atención su manera de sacar los córners, pidió que fuera por las mañanas, así que hablamos con los padres y el colegio”, narra José Luis, que siempre apostó por él: “Tenía más calidad que muchos de los del primer equipo”.

Su familia era muy conocida y querida en el barrio por su frutería. “Mi madre era el nexo de unión, ese pegamento”, destaca Gema. Esa bondad también la proyectaban en el seno del Rayo. “Los padres eran trabajadores y honrados, unos valores que le transmitieron a Míchel”, apunta el director de la cantera franjirroja. A lo que José Luis asiente. “Son personas de bien, que sacaron adelante a sus cuatro hijos, rodeados como estábamos en el barrio de posibilidades de liarte con lo peor. En casa vieron cosas buenas y la familia influyó en que Míchel sea lo que es. Es un modelo de lo que un chaval necesita para llegar a ser futbolista”, esgrime el director de la Ciudad Deportiva. Allí juegan muchos críos, pero cuesta descubrir talentos como el suyo. “Era todo calidad. El clásico jugador de la calle, con recursos. Me preocupa que ahora hay instalaciones y no salen niños así de buenos en Vallecas. Y es porque no juegan en plazas, sorteando árboles, baches… No tienen picardía y Míchel tenía toda. Hoy en día y pese a los medios no salen regateadores”, se queja Juanpe.

Míchel dejó huella también en el Lulio. “Para los niños es un dios”, destapa Álvaro. Lo desarrolla el profesor de Lengua y Literatura: “Es un chico de barrio, que no olvida sus orígenes”. Ese es, sin duda, parte de su encanto. Además, siempre que puede, vuelve. “Cada año hacemos un partido contra los alumnos de segundo de Bachiller antes de irse. Ellos siempre tienen 17-18 años, pero nosotros vamos sumando… El año del 50 aniversario del cole había un grupo de chavales que jugaba en el Interviú de fútbol sala y, como no queríamos perder, llamé a Míchel y Azkoitia. Se vinieron y ganamos, aunque justitos”, ríe Álvaro. Todos tenían claro que el fútbol sería su vida, incluidos los docentes. “Le ilusionaba y motivaba tanto que no tuvo una opción B”, advierte su profesor. Ellos le apoyaron. “Fuimos a verle al estadio en su debut en Primera contra el Barça. Cuando salió se caía Vallecas. Era una fiesta”, analiza su compañero, presente aquel histórico 28 de noviembre de 1993.

Ese meteórico ascenso a la popularidad y el éxito deportivo no le hicieron despegar ni un ápice los pies del suelo. “Pasaba de estar por la mañana entrenando con el Primera a echar un mus por la tarde con nosotros en el centro comercial de la Albufera”, señala Raúl, cuya pasión por el fútbol le llevó a compartir banquillo con Míchel con poco más de 20 años. “Al ser deportista de élite fue pidiendo prórrogas hasta que pudo hacer la prestación social sustitutoria, en lugar de la mili, y estuvo de entrenador de prebenjamines en la Escuela Mar Abierto y también, conmigo en los infantiles del Adepo Palomeras”. “Las categorías inferiores eran su debilidad”, constata Pedro. Ellos forman, junto a Álex, su grupo de amigos de toda la vida. Por eso, las anécdotas se les agolpan. “El equipo de la universidad de Raúl jugaba un torneo de fútbol sala contra la selección de la Carlos III y como faltaba uno se apuntó Miguel. Ganaron”, comienza Pedro y remata Raúl: “Me preguntó el entrenador de qué facultad era y le dije que de industriales como yo (risas)”.

Aunque si hay una historia especialmente hermosa, esa es la de cómo conoció a Lara. Su mujer. “Habíamos quedado en INN. No venían Raúl ni Miguel. Total, que entré con el resto de los del colegio. A la mañana siguiente me llama Miguel y me cuenta que había conocido en los bajos de Argüelles a Lara. Ese mismo día ya le dijo que se iba a casar con ella. Y así fue”, expone Pedro para sorpresa de su hermana. “¡No sabía eso!”, le confiesa Gema. Ella aporta la otra perspectiva: “Lara siempre cuenta que al poco de conocerse le dijo Miguel: ‘Ya te veré que me voy a Venezuela con la Selección’. Y pensó ella, bueno éste… Hasta que de repente lo vio en la tele”. A las mujeres de su vida dedicó unas sentidas palabras en el pregón. “A mi abuela María, que vino de Murcia y se quedó toda la vida; a mi madre, vallecana de nacimiento que me ha enseñado a ser humilde pero con dos cojones y a mi mujer, con la que he formado una gran familia”, recordó. Leyendo fragmentos del discurso, las lágrimas se asoman de nuevo a los ojos de Gema. “Lloré como una magdalena cuando lo dio. Miguel no habla mucho, le cuesta abrirse y charlar de sus sentimientos. Es más hermético. Y cuando le escuché… Se abrió en canal. Nunca había hablado de mi abuela y eso me llegó al alma”, solloza.

A lo largo de su carrera, Míchel ha tenido que hacer las maletas en varias ocasiones, pero siempre ha regresado al calor del hogar. A las raíces. “Nosotros no nos planteamos si llegaría, no pensábamos en el futuro, vino todo rodado”, afirma Gema. Tampoco Pedro lo intuía, aunque le preguntaba a Raúl, más ducho en temas futbolísticos. “En primero de BUP ya me dijo que Miguel podía llegar muy lejos. Yo sentía la admiración de quien no sabe pintar y ve un cuadro”, define Pedro. Vallecas no ha sido sólo el escenario de la historia de Míchel. Nunca se ha quedado en un mero atrezzo, sino que ha ido convirtiéndose en uno de los protagonistas principales. El barrio le ha marcado y ha forjado su personalidad. Es ejemplo de humildad, generosidad, solidaridad… “Se considera vallecano por encima de todas las cosas”, apunta Raúl, de Entrevías. “Es uno de los nuestros, un vallecano de pro”, zanja Juanpe.

Este sábado pisa Vallecas con una sensación extraña. La de ser el rival, el otro. Algo que sólo le había pasado hace dos años, cuando entrenaba al Huesca. Hoy dirige al Girona, pero la ovación de su afición está garantizada. El Niño, como le apodaban, es y será leyenda del Rayo. Por algo tiene en su haber cuatro ascensos como jugador y otro más como entrenador, siendo además partícipe de la histórica UEFA. Por entonces, no se le daban tan bien los idiomas. “Hace poco le mandé un Whatsapp diciéndole: ‘Con el Furilo suspendías inglés toda la puñetera vida y ahora te veo hablando catalán…’ (risas). Está súper integrado. Y el Girona es, junto a la Real, el equipo que mejor juega de Primera”, sentencia Álvaro. “Es que él es un entrenador de Primera”, subraya su profesor, que se atreve a vaticinar su futuro: “Ojalá regrese al Rayo, aunque no descarto que vaya a la Premier”. “¡Ya si le veo hablando en inglés me retiro!”, concluye Álvaro entre carcajadas.

Vallecas se prepara para abrazar a su hijo predilecto. A su Míchel I. Al nieto de la María. Al pequeño de la Cande. Al hermano. Al alumno. Al amigo. Al vecino. A su ilustre pregonero. Al icono más humano del Rayo, que como su abuelo décadas atrás alimentó la ilusión y la esperanza de un barrio donde la rendición no es una opción.

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