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Lolo Sainz: «En el Joventut me sentí como el entrenador del Madrid de fútbol»

Manuel Sainz Márquez, Lolo Sainz (Tetuán, 1940), es un personaje insustituible en la historia de nuestro deporte. Como jugador, entrenador y directivo completó una carrera de medio siglo. Un competidor salvaje, un coleccionista de títulos y un caballero, bien podría ser el del himno del Madrid. El señor de los banquillos. Con el club blanco celebró como técnico 22 trofeos, con el Joventut añadió dos Ligas y con la Selección se colgó la plata del Eurobasket de 1999. Si además añadimos sus triunfos vestido de corto (1960-68 en el primer equipo merengue y antes en la cantera), agrupa ¡17 Ligas y 6 Copas de Europa! Un palmarés inigualable y ahora ingresa en el Hall of Fame del baloncesto español.

El Hall of Fame lo reconoce como uno de los grandes del baloncesto español.

Estoy encantado, muy orgulloso del nombramiento, un reconocimiento a una carrera muy intensa y muy amplia, quizá no tanto como hubiera querido, pero cuando dejé los banquillos tenía razones muy poderosas para hacerlo. No me arrepiento de nada, pero aún tengo el gusanillo. Veo los partidos por televisión y me pongo farruco con los jugadores en algún momento (se ríe).

Vivió apasionados duelos con Aíto en los 80 y él ahora ha vuelto a la ACB con casi 76 años, todavía en activo tras 50 en los banquillos. ¿Qué piensa cuando lo ve en acción?

Es un poco más joven que yo, pero hay que tener un gran aguante. Todos los superveteranos, incluso los que no estamos en activo, tenemos mucha pasión por la profesión. A mí me encantaría seguir, pero no sé si podría, por la presión y, sobre todo, físicamente, la edad… Con Aíto tuve una rivalidad muy bonita y beneficiosa para el baloncesto español. Siempre he intentado inculcar a mis jugadores el respeto por el contrario, y eso pasaba por salir siempre a tope para demostrarle al rival admiración.

Viendo a España en el reciente Eurobasket, ¿esta Selección de oro le ha recordado a la suya cuando ganaron la plata en 1999?

Es posible, el equipo se había formado poco a poco y veníamos de un gran Mundial un año antes en Atenas, donde el pero es que nos tocó Grecia en el cruce y… adiós. Sí creo que hay una similitud. Ganamos en cuartos a la Lituania de un tal Jasikevicius y de Sabonis padre. Y también estaba por ahí Yugoslavia con Obradovic de entrenador. Empezamos muy mal, casi nos quedamos fuera, pero luego lo enmendamos, aunque no pudimos con Italia en la final, donde Meneghin hijo nos hizo un traje. Muy orgulloso de aquel equipo, que tenía algo en común con el actual: la gran fe de los jugadores en sus posibilidades. De Miguel desquició a Sabonis y en una jugada el lituano pasó al lado del banquillo y me dijo: “Quítame a este tío de encima”. Con esa medalla cerré el círculo como entrenador.

Lolo Sainz comenzó como jugador en la cantera del Real Madrid en 1955 y dejó el baloncesto en 2005, después de ganar la Liga de Herreros en Vitoria como directivo. ¿Cómo hacemos para contar ese medio siglo?

Es complicado (se ríe). He sido jugador, entrenador y directivo, pero de lo que más orgulloso estoy es de mi carrera de entrenador, mi gran pasión. De jugador me lo debí pasar muy bien, pero ya no me acuerdo demasiado. Empecé en un colegio, el Ateneo Politécnico (en el barrio de la Prosperidad, en Madrid), que ya no existe y de ahí pasé al Real Madrid, donde, entre unas cosas y otras, estuve 37 años.

Se ha sentido entrenador por encima de todo, ¿pero lo hubiera preferido a ser una gran estrella europea en la cancha?

Sin ninguna duda, aunque no sabría explicar bien el motivo. Incluso cuando empezaba a jugar en el Madrid iba al colegio que tenía al lado a entrenar a los chavales, y eso que el club lo prohibía. Lo hacía sin que nadie se enterara, aunque lo sabía todo el mundo. Mi carrera de entrenador no fue de dar un gran salto, sino de pasar por todas las categorías inferiores del Madrid (infantil, juvenil y júnior), por el filial (el Vallehermoso) y, por último, ser segundo entrenador del primer equipo.

Y en 1975, siete años después de retirarse como jugador, toma el relevo del mítico Pedro Ferrándiz en el banquillo.

Una enorme responsabilidad porque era una figura sagrada. Mi suerte es que tenía magníficos jugadores, algunos de los cuales habían sido compañeros míos y me ayudaron muchísimo: Brabender, Luyk… También conté con el apoyo de los directivos, el de Raimundo Saporta fue fundamental: siempre tuvo fe en mí.

De jugar a entrenar, ¿cuál es la gran diferencia?

Son dos mundos distintos. Como entrenador quería transmitir a los jóvenes todo lo que sabía para que que con su ilusión alcanzasen el potencial que llevaban dentro. No era solo cuestión de ganar, sino que me exigía trabajar para que mis jugadores fueran mejores y esa responsabilidad me persiguió en mi carrera. Los tres años de segundo entrenador al lado de Ferrándiz me ayudaron a saber cómo hacer las cosas en el Madrid. Antes de darme el relevo, me había dicho tomándonos una cerveza, que, llegado el momento, debía ser yo mismo: “No quieras ser otro ni parecerte a nadie”. Pero de él aprendí muchísimo.

Con Ferrándiz habían venido los títulos y el crecimiento del baloncesto, pero el boom social de los ochenta llegó con usted de entrenador tras un mal momento del fútbol, ¿cómo lo recuerda?

Que intentábamos dar la cara y ayudar al club en lo posible, aunque a menudo con la espada de Damocles encima: que si el baloncesto no es rentable, que si hay que quitarlo y darle ese dinero al fútbol… En su momento hubo presiones para que ocurriera, pero nunca sucedió. Algunos presidentes pensarían: “Cómo vamos a deshacer la sección si estos lo están haciendo tan bien”.

Por entonces, en 1981, fichó a Fernando Martín para el Madrid.

Un tipo de jugador, que, por mi manera de ver el baloncesto, necesitábamos claramente. En nuestra cantera no había nadie con sus características. El fichaje de Fernando fue fundamental y antes el de Juan Corbalán, pero él y Juanma Iturriaga sí pasaron por la cantera.

En esos años asistió en primera línea al despertar del Barça, que empezó ganando la Copa, hasta seis seguidas entre 1978 y 1983.

Sí, el Barça nos empujó a ser todavía mejores y fue muy beneficioso para el baloncesto en aquel momento.

¿Por qué abandona el banquillo del Madrid en 1989, después de 14 temporadas?

En el club pensaban que quizá había que incorporar a otro tipo de entrenador, tenían la obsesión de que fuera americano y yo creo que eso no es siempre la panacea. A lo mejor estaban perdiendo un poco la confianza en mí. Me fui tras ganar la Copa, la Recopa y perder en el quinto partido del playoff final ante el Barça (la Liga de Petrovic). Llegué a la conclusión de que quizá no debía seguir y así lo expuse.

¿De quién fue la idea de lo del entrenador americano, del presidente, de la directiva, de la gerencia, del algún asesor…?

Del club en sí, no sé en concreto de quién. De hecho, a George Karl lo traje yo, me ayudaron a traerlo. Era un grande y se suponía que iba a desarrollar una gran carrera, como luego hizo en la NBA. Le costó trabajo integrarse en la competición española y siempre decía: “En la NBA, haríamos esto…”. Y yo trataba de convencerle de que el Madrid no era la NBA, que había que actuar a veces de otra manera. También su carácter era fuerte, pero la experiencia para los jugadores resultó muy buena porque entrenaba francamente bien. Esa temporada (1989-90) me di cuenta de que en el despacho no me encontraba a gusto, parecía como si el Madrid me hiciera un regalo por mi trayectoria previa. Hablé con Ramón Mendoza, el presidente, y le expliqué la situación. Me dijo que lo mejor era que lo dejáramos. Y entonces se cruzó en mi camino la Penya, un enorme acierto.

¿Por qué?

En el Joventut me encontré con otra mentalidad de club, solo de baloncesto. Se me presentó un trabajo importante, ya que tenía unos grandes jugadores y debía convencerles de que de verdad lo eran. Me fue muy bien y fui muy feliz en Badalona. Trabajé para recuperar el prestigio del club: en tres años ganamos dos Ligas y la tercera la perdimos ante el Madrid en el quinto partido en el Palacio frente a Sabonis y tras un pedazo de triple de Biriukov desde medio campo. Y la Euroliga se escapó en el último segundo de la final (el triple de Djordjevic con el Partizán).

¿Lo afrontó como un desafío? ¿Quería demostrar que Lolo Sainz era un entrenador ganador también fuera del Madrid?

En efecto, solo había estado en el Madrid y era un reto muy importante. Hubo fe en mí por parte de la directiva y de los jugadores, y por eso salimos adelante. Guardo un recuerdo gratísimo.

El Madrid entró en esos años en un bache institucional, ¿qué era distinto en el Joventut?

Lo que más noté es que era un club de baloncesto y como entrenador se me escuchaba más, incluso me llamaban y me preguntaban: “¿Pero no quieres esto?”. Me sentía, sinceramente, como si fuera el entrenador de fútbol del Madrid.

En esa década de los 90 arraigó el dominio de los entrenadores yugoslavos, con un juego más controlado y a pocos puntos.

Yo nunca cambié mi estilo: buena defensa atrás y rapidez en ataque, contraataques que no terminaban si no había una bandeja, ya que continuábamos y jugábamos mucho con los interiores para crear situaciones de ventaja y abrir las defensas. Mantuve mi mentalidad en el Joventut, igual en el Madrid de los 70, era mi manera de dar espectáculo y en Badalona era importante, porque queríamos atraer a la gente y creo que la afición se lo pasó en grande.

Llegó a Badalona como un icono del Madrid.

Y tuve un recibimiento grandísimo. El único problema, si se pude llamar así, de la afición de la Penya entonces es que todo el mundo en la grada sabía de baloncesto más que nadie y alguna vez se escuchaba: “Cambia a este, saca al otro…”. Más allá, todo muy bien.

Y en 1993, de Badalona a otro reto sencillito: sustituir a Antonio Díaz-Miguel en la Selección después de 27 años en el cargo y justo tras el batacazo de Barcelona 92.

Sí, y con la misión de renovar a un equipo que había sido glorioso (Corbalán, Epi, Jiménez, Martín, Romay…). Me gustan los retos y lo vi claro, no me lo pensé mucho porque, además, consideraba que mi ciclo en la Penya, después de tres temporadas, había terminado. Lo cogí con mucha ilusión y, a pesar de que hubo años difíciles, era un dulce, porque la Selección es el primer equipo de España y le gusta a todo el mundo.

¿Cómo encaró su enésimo desafío en los banquillos?

Primero, con años duros de reconstrucción, de mucho seguimiento a los jugadores, hacía concentraciones casi todos los meses para ver a los jóvenes. No me quedé a esperar a los campeonatos con las manos en los bolsillos, sino que removí mucho lo que era la base con la intención de hacer un buen equipo nacional. Poco a poco fueron saliendo jóvenes, gente con mucha valía, otros con menos suerte. Terminé muy contento de mi etapa en la Selección. No todos los jugadores tienen que ser estrellas, los hay magníficos porque ayudan a las figuras a ser mejores y así llegó la medalla de plata en el Eurobasket 99 (Herreros fue la figura, pero muy bien arropado por el bloque).

En 2000, tras los Juegos de Sídney, deja la Selección con 60 años y a la postre también los banquillos.

Continué vinculado a la Federación y tres años después entré en el Madrid como mánager. Me llamó Florentino para que le ayudara a sacar adelante al equipo de baloncesto. Le dije que en mi primera experiencia no había tenido mucho éxito, pero que intentaría ayudar. Y añadí que cuando el Madrid volviera a conseguir un título importante me retiraría. Y lo hice en 2005 después de ganar la Liga en Vitoria con el triple de Herreros, que fue crucial, y con el tapón de Fotsis, del que nadie se acuerda, pero que también resultó espectacular. Celebramos la Liga y terminé una aventura en la que lo pasé regular. Momentos duros con mi amigo Javier Imbroda, que en paz descanse. La gente me presionó mucho. Yo había llegado en enero y no había construido ese equipo. Y también lo pasé mal porque enfrente tenía un auténtico presidente de club, como Florentino. Cada vez que rendía cuentas con él era tremendo. Siempre trataba de convencerle de que, si el Madrid quería recuperar su prestigio, había que gastarse un poco más de dinero, hacer algún fichaje importante, y no resultaba sencillo. Lo entendía, claro, pero creía que el club no se podía manejar de otra manera. Y recuerdo que entonces Jorge Valdano, director general, me ayudó muchísimo, fue un buen aliado y lo tengo que decir, una persona estupenda. Creo también que para él mi llegada supuso un alivio.

¿Piensa que esa labor de entonces caló luego?

Sí (se ríe), afortunadamente empezó a invertir, y eso es fundamental para entender los éxitos actuales. Le tengo mucho cariño a Florentino por todo lo que ha hecho por el Real Madrid, y me refiero al baloncesto, porque respecto al fútbol ya ni digamos.

Y entonces, el 26 de junio de 2005, tras el triple de Herreros, deja el baloncesto profesional.

Me hubiera gustado seguir entrenando, pero tenía otro frente muy, muy importante y debía atenderlo ya para siempre, que era mi familia. Había llegado el momento de decir adiós.

¿Cómo le gusta que le recuerden?

Tengo la suerte de que vaya por donde vaya siempre hay alguien que me para y me recuerda los tiempos de entrenador y me lanza un montón de piropos, eso me halaga, como a todo el mundo. Y a veces hasta me preguntan que por qué no vuelvo.

Siempre ha rechazado elegir un quinteto con los mejores a los que entrenó, dígamelo ahora.

Si le digo un quinteto, los que no estén se sentirá ofendidos y con razón. He tenido enormes jugadores, figuras en la cancha y por cómo ayudaban a sus compañeros fuera. Jugadores con personalidad como Delibasic, Corbalán, Luyk, Petrovic… Gente como Cristóbal Rodríguez, un sexto hombre envidiable, igual que Alfonso del Corral, médicos los dos. En mi época las llegadas de Brabender y Luyk cambiaeron la dinámica del baloncesto español. He disfrutado de muchos grandes jugadores con una enorme influencia en su tiempo.

¿Se atreve con un quinteto de entrenadores?

Tampoco, pero le puedo hablar de los rivales, de gente como Aíto, Mirko Novosel, Zeljko Obradovic y Ettore Messina. Ettore siempre me cuenta una anécdota de cuando estaba en Bolonia en su primera etapa, incluso no sé si de segundo técnico. Y es que un día nos ve llegar y piensa que somos unos arrogantes, pero luego, cuando nos conoce, cambia de opinión y empieza a comprender un poco el secreto de nuestros éxitos. Siempre he tenido buenas relaciones con los rivales. Aún me acuerdo de un gran detalle de Obradovic cuando vino a recoger un premio de la revista Gigantes como gran leyenda: “Teniendo aquí a Lolo Sainz, no sé por qué me lo dais a mí”, dijo en un gesto magnífico por su parte. Se lo agradecí mucho.

Una curiosidad, a Novosel, técnico de aquella Cibona desmadrada con Drazen Petrovic y toda su colección de gestos, ¿le echó alguna vez en cara el comportamiento de sus jugadores?

Nunca, pero recuerdo que nos hacía una zona que nos volvía locos y en la final de la Copa Korac de 1988, en el último partido de Petrovic con la Cibona antes de venir al Madrid y en la despedida de Juan Corbalán, les ganamos bien. Y al final del partido le pregunté: “Mirko, ¿te has dado cuenta?”. Y me respondió: “Sí, sí, me has hecho la misma defensa que te hacía yo a ti”. Sobre eso recuerdo también que en la final de la Copa de Europa de 1980 en Berlín ganamos al Maccabi con una serie de defensa alternativas, el scouting entonces era mucho más difícil.

Hemos repasado todas las décadas de su carrera, ¿le gustaría añadir algo?

Que para mí es un orgullo que el baloncesto español me reconozca para entrar en su Salón de la Fama. He tenido la suerte y el prestigio de haber sido dos veces nominado para el Hall of Fame estadounidense, aunque no haya entrado, algo que encuentro lógico porque tuve enfrenta a monstruos sagrados del baloncesto. Pero solo el hecho de estar nominado ya fue una maravilla. Y ahora el baloncesto español me reconoce bien, bien, bien y me abre sus puertas. Una enorme satisfacción.

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