De Edward Jenner a Florencio Pérez: la historia de las vacunas
En la actualidad vivimos un periodo de sobreinformación no solo por culpa de la enfermedad del COVID-19, sino también por las vacunas que todo el mundo esperaba desde hace meses como la luz al final de un largo túnel. Astrazeneca, Pfizer, Moderna o Janssen ya forman parte de nuestro vocabulario del día a día, así como su recorrido y seguimiento en todo el mundo.
Pero, ¿cómo funciona una vacuna y para qué sirve exactamente? Se trata de una preparación que genera inmunidad en el organismo frente a una determinada enfermedad, estimulándolo para que produzca anticuerpos que lo protegerán frente a futuras infecciones. El sistema inmune podrá reconocer en el futuro al agente infeccioso y lo destruirá. La vacuna se ‘construye’ a partir de microorganismos (ya sean bacterias o virus) muertos o atenuados, aunque más tarde hablaremos de esto en profundidad. En otras palabras, lo que hacen es engañar al sistema inmunológico haciéndole pensar que está siendo atacado, para así obligarle a defenderse.
Cuando hablamos del coronavirus solemos mencionar —o lo hacíamos especialmente al principio de la pandemia— la mal llamada gripe española de 1918. Una diferencia clave en esta enfermedad, que afectaba en mayor medida a jóvenes y que se expandió en parte por los movimientos de tropas durante la guerra, fue el hecho de que solo tuvo tres oleadas, siendo la más letal la segunda (el mes más mortal fue octubre de 1918). Comenzó a remitir en el verano de 1919, debido a las políticas sanitarias y a la mutación genética natural del virus. Otra diferencia, por supuesto, es que jamás hubo una vacuna contra ella.
Pero, ¿cuándo empieza entonces la historia de las vacunas? Hace poco más de 200 años, en Reino Unido, un médico rural llamado Edward Jenner se dio cuenta de que algunas mujeres que ordeñaban vacas parecían estar protegidas de la viruela si se habían infectado previamente de viruela bovina, un virus menos peligroso.
Esa constatación le llevó a realizar un experimento con un niño pequeño llamado James Phipps: tomó una muestra de viruela bovina de una de aquellas mujeres e inoculó este fluido en el niño, esperando que aquello pudiera inmunizarle contra la viruela. Y lo hizo. Con este peculiar experimento comienza la historia de las vacunas. España, de hecho, fue de los primeros países en adoptar la prática y el médico Francisco Piguillem y Verdaguer la inauguró en el Puigcerdá (Cataluña).
Cien años después se produjo otro avance igual o más importante: Louis Pasteur demostró que la enfermedad se podía evitar al infectar a los humanos con gérmenes debilitados. Enn 1885 utilizó una vacuna para prevenir (con éxito) la rabia en Joseph Meister, un niño que había sido mordido por un perro que sufría la enfermedad.
Habría que esperar casi un siglo, sin embargo, a los programas de vacunación que hoy en día nos son tan familiares: el descubrimiento en 1955 de las vacunas frente a la poliomielitis, oral e inactivada, y el inicio de su empleo masivo, fue el comienzo de la puesta en marcha de estos programas que en un principio se dirigían a la población infantil, intentando con ello conseguir el control de la infección y lograr una amplia inmunidad. La vacuna de la polio salvó a incontables niños en todo el mundo de una enfermedad que los dejaba en la mayoría de las ocasiones en silla de ruedas u obligados a usar muletas durante toda su vida.
La vacuna de la polio salvó a incontables niños en todo el mundo de una enfermedad que los dejaba en la mayoría de las ocasiones en silla de ruedas. En nuestro país costó 25 años eliminarla
En nuestro país la eliminación de esta enfermedad costó 25 años, y fue gracias a virólogos como Rafael Nájera y Florencio Pérez, que en 1963 comenzaron a viajar en jeep (o mula, en algunas ocasiones) por los pueblos de León para vacunar a los niños, en la primera campaña masiva de nuestro país. Entre 1959 y 1963 la vacuna de la polio inactivada se administraba gratuitamente, en tres dosis entre los cinco y los ocho años, pero eran pocas las vacunas disponibles por lo que las coberturas hasta el momento habían sido bajas.
También en España, a finales de los 70 se implantó la vacunación frente a la rubéola en las adolescentes (con el objetivo de prevenir el síndrome de rubéola congénita), y la del sarampión se implantó en 1978, administrándose a los niños de 9 meses de edad. En 1981, se introdujo la vacuna TV (sarampión, rubéola y parotiditis) en el calendario infantil y en 1996 se incorporó una segunda dosis, según datos del Instituto de salud Carlos III.
De todas las enfermedades de la historia, solo una se considera completamente erradicada de la faz de la Tierra gracias a la labor de las vacunas: la viruela
En el siglo XIX se desarrollaron vacunas de importancia tal como la del tétanos, la difteria o el cólera, pero de todas las enfermedades de la historia, solo una se considera completamente erradicada de la faz de la Tierra gracias a la labor de las vacunas: la viruela. Para que se considere erradicada, como es lógico, debe eliminarse en todo el mundo.
En este caso, se debió a un excelente trabajo coordinado: se identificaban rápidamente los nuevos casos y se aplicaba la llamada ‘vacunación en anillo’, que implicaba que se vacunaba a todas aquellas personas que hubieran podido estar expuestas a un paciente con la enfermedad. Es decir, el rastreo fue sumamente importante para aislar la enfermedad. El último caso se produjo en Somalia en 1977, sin contar la tragedia de la fotógrafa británica Janet Parker, que se contagió accidentalmente debido a una mala manipulación del virus en un laboratorio un año después.
Tipos de vacunas
Es importante señalar que algunas vacunas administradas en la infancia no producen inmunidad duradera para toda la vida, por lo que se deben reforzar con dosis posteriores. Hemos hablado anteriormente del siglo XIX, pero fue el siglo XX el que verdaderamente marcó la diferencia. Durante estos 100 años se desarrollaron las primeras vacunas contra la tos ferina, la tuberculosis, la fiebre amarilla, el tifus, la gripe, la polio, la encefalitis japonesa, el sarampión, las paperas, la rubéola, la varicela, la neumonía, la meningitis, las hepatitis B y A o la enfermedad de Lyme.
Algunas vacunas administradas en la infancia no producen inmunidad duradera para toda la vida, por lo que se deben reforzar con dosis posteriores
En lo que se refiere al siglo XXI, hasta la llegada del COVID-19 se habían desarrollado dos vacunas: contra el virus del papiloma humano, factor de riesgo del cáncer de cérvix (2005), y contra la gripe A (2009). La llegada de la vacuna del coronavirus en 2020 ha traído consigo una novedad: las primeras vacunas de ARN en ser aprobadas.
Como señalábamos al principio, las vacunas pueden estar compuestas de bacterias o virus que han sido creados con tal fin, atenuándolos (por ejemplo, la del sarampión) o inactivándolos (la hepatitis A). También pueden crearse a partir de las toxinas que producen esas bacterias o virus (el tétanos o la difteria), o con partes específicas del germen, como su proteína (el virus del papiloma humano). Estos cuatro tipos de vacunas han sido los principales históricamente, pero en la actualidad se están desarrollando tipos nuevos: de ADN (creada a partir del ADN de un agente infeccioso. Funciona al insertar dicho ADN de bacterias o virus dentro de células humanas o animales), de ARN (inserta ARN de bacterias o virus dentro de células humanas o animales) o de vector recombinante, que combina el cuerpo de un microorganismo y el ADN de otro, pensadas para enfermedades que tengan complicados procesos de infección.
Pfizer y Moderna han optado por el ARN, frente a Janssen y Astrazeneca, que son vacunas de adenovirus. La primera, de humano, la segunda de chimpancé
¿Y las vacunas del coronavirus? Hay dos tipos, Pfizer y Moderna han optado por el ARN, frente a Janssen y Astrazeneca, que son vacunas de adenovirus. En el caso de las primeras, al estar basadas en ARN contienen ácido ribonucleico que, al vacunar a la persona, entra en la célula y da lugar a la proteína de la espícula del virus. El sistema inmune lo reconoce y genera anticuerpos. A diferencia de las vacunas más tradicionales, que como hemos visto utilizan el virus atenuado o debilitado, estas no lo usan entero, sino tan solo una parte de él.
Janssen y Astrazeneca, por otro lado, contienen una versión modificada de otro virus (el vector) que ingresa a una célula de nuestro organismo al vacunarse y produce una porción inocua del coronavirus (conocida como proteína Spike). Entonces, nuestro sistema inmunitario observa algo raro: reconoce que no pertenece al sistema y desencadena una respuesta, comenzando a producir anticuerpos para considerar lo que considera una infección. Así, nuestros organismos aprenden a protegerse de la infección futura por coronavirus. Mientras que la de Janssen se ha logrado con adenovirus humano, la de Astrazeneca proviene de adenovirus de chimpancé. Este tipo de vacunas comenzaron a crearse en la década de los 70, según los CDC, y también fueron estudiados para tratar el cáncer y con fines de investigación de biología molecular. Algunas de las últimas vacunas utilizadas para los brotes de la enfermedad del Ébola tienen tecnología de vector viral.
Sea como fuere, este invento de hace tan solo 200 años es considerado uno de los mayores logros de la medicina, junto con la higiene y los antibióticos, y ha permitido alargar la media de la vida de la población mundial, por lo que los programas de inmunización siguen (y seguirán en el futuro) teniendo vital importancia, ya sea en turbulentos tiempos de pandemia como los actuales o en la calma tras la tormenta, que esperemos que sea más pronto que tarde.