Cuando la penicilina solo podía «pillarse» de contrabando en los bares de la Gran Vía de Madrid
En agosto de 1944, el famoso profesor y médico Carlos Jiménez Díaz decidió ir de vacaciones a Santander. La ciudad, aunque aún se recuperaba del trágico incendio del 41 que había destruído casi la totalidad del casco viejo, seguía conservando gran parte de ese encanto pintoresco que la había convertido en uno de los epicentros turísticos del país durante las primeras décadas del siglo XX. A Jiménez Díaz no obstante, el viaje no le sentó bien.
No se sabe muy bien cómo, pero de regreso a Madrid la neumonía neumocócica ya daba síntomas evidentes de empeoramiento. Y, por grandes que fueron los esfuerzos de sus discípulos y compañeros, no mejoró en los siguientes días. Tanto que, una vez se demostró que las sulfamidas tampoco le estaban haciendo efecto, a los médicos que le trataban solo les quedó una opción: irse al Bar Chicote, en el 12 de la Gran Vía madrileña, el Sancta Sanctorum de la coctelería española.
El arma secreta del ejército aliado
Aunque el momento clave de la llegada de la penicilina a España es un poco antes, claro. Aunque Fleming hizo los descubrimientos claves que le conducieron al Nobel en 1928 y los publicó un año después. Hicieron falta casi 10 años para que un par de investigadores de la Universidad de Oxford (H. Florey y E.Chain) se decidieran a estudiar sistemáticamente qué usos podía tener ese hongo a nivel clínico. No hace falta estar muy versados en historia contemporánea para caer en la cuenta de que la Segunda Guerra Mundial se les echó rápidamente encima.
Al principio, nadie les hizo demasiado caso. De hecho, en 1940, publicaron en The Lancet sus resultados en animales sin que nadie reparara que la penicilina podía convertirse en una de las bazas estratégicas de la Guerra que empezaba a devorar el mundo. No obstante, cuando un año después empezaron a tratar a varios enfermos cambió las tornas.
Sin embargo, la producción del medicamento era muy compleja. Las cepas con las que trabajaban eran tan lentas que parte de los tratamientos se tenían que realizar recuperando la penicilina de la orina de los pacientes. Por eso, con la Alemania Nazi bombardeando el país, los investigadores pidieron ayuda a EEUU. En Peoria, en el National Center for Agricultural Utilization Research, empezaron a examinar las cepas con las que se había trabajado en Reino Unido.
Con poco éxito, la verdad. Durante semanas, los investigadores estadounidenses examinaron centenares de mohos distintos de decenas de productos en descomposición para ver si alguno era capaz de producir efectos similares. Justo entonces, fue cuando Mary Hunt, una de las trabajadoras del laboratorio, llegó al Centro con un melón cantalupo amarillo que había encontrado en mercado local. Allí encontraron al Penicilinum chrysogenum una cepa que producía doscientas veces más antibiótico que el Penicilinum notatum inglés. Tras someterlo a radiación ultravioleta, esa cifra se multiplicó por cinco y fue una de las ayudas claves en la Batalla de Europa.
¡La penicilina llega a España!
Para 1944, los medios técnicos habían evolucionado bastante. Y había suficiente penicilina para proveer al ejército aliado. No obstante, para los civiles era más complicado. En España, por ejemplo, parece que el conocido oftalmólogo Jose Ignacio Barraquer había utilizado pequeñas cantidades, pero no fue hasta el 10 de marzo de 1944 cuando se considera tradicionalmente que la penicilina llegó a España.
Ese día, un ingeniero de minas con una endocarditis bacteriana internado en la coruñesa clínica de San Nicolás, esperaba recibir 400.000 unidades de penicilina provenientes de las tropas norteamericanas que ocupaban el norte de África. Por otro lado, «en Madrid, una niña de nueve años, que sufría una septicemia estreptocócica, aguardaba, agarrada a la impaciencia de la ilusión por una pronta recuperación, la llegada al domicilio familiar del barrio de Argüelles de las doce ampollas de penicilina que el embajador brasileño había entregado a su padre».
El medicamento llegó en los dos casos, pero en el primero fue escaso y en el segundo tardío. El gran arma contra las enfermedades bacterianas llegaba al país, sí; pero no conseguía hacer justicia a su fama de «medicamento milagroso». Algo que no impidió que surgiera un enorme mercado negro.
El mercado negro de la penicilina
Porque, efectivamente, a lo largo de 1944 y hasta que, con el fin de la guerra, la distribución de la penicilina se empezó a normalizar, lo que existió en el país era un enorme mercado negro que hacía más fácil conseguir el antibiótico de estraperlo en bares como el Chicote que en una farmacia o centro hospitalario. Incluso después de 1945, cuando la Dirección Nacional de Farmacia, trató de controlar el suministro e impedir el contrabando, era frecuente ver cargamentos de ella entrando desde Tánger o Gibraltar.
Finalmente, Jiménez Díaz se salvó y vivió muchos años más. Los suficientes para crear la Fundación que lleva su nombre y ver cómo la penicilina dejaba los bajos fondos y llegaba a la práctica clínica. De hecho, fue su caso, quizás el más celebrado por la prensa del momento el que contribuyó de manera decisiva a ayudar a la popularidad del fármaco. Un fármaco que cambió el mundo y que estamos dejando perder.
Imagen | Jhosef Anderson
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La noticia
Cuando la penicilina solo podía «pillarse» de contrabando en los bares de la Gran Vía de Madrid
fue publicada originalmente en
Xataka
por
Javier Jiménez
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